miércoles, 24 de agosto de 2011

Sombras prisioneras

El ambiente me sofocaba, aquella pestilencia de cuerpos cansados, sudados, deseados me provocaba vomitar; el aire estaba caliente, usado; pero el frío de aquella noche penetraba hasta mis entrañas y mis huesos. Cada segundo me hacía temblar.

Esas paredes de color rojo intenso, rojo más profundo que la sangre, destilaban gotas de sudor que habían quedado atrapadas en el aire. Esas paredes malditas que se hacían cada vez más pequeñas, que no me dejaron escapar.

En las paredes de aquella habitación se dibujaba lo que me esperaba; nada más que una cama, una puerta y una pequeña mesa de noche.

Una única cama, vacía, sucia; su base de tubos de metal, la hacía rechinar cuando estabas en ella. El colchón, contaminado por tu cuerpo, el mío y el de los otros; con resortes que se incrustaban en la piel, en mi piel; ese colchón de un color indefinible por los años y los daños que en el han ido pasando, fue el creador de mi pesadilla, de mi muerte aún con vida.

Al lado de la cama estaba la mesa, pálida, cuadrada; sus tablas ablandadas y sus clavos herrumbrados eran reflejo de lo pesadas que han sido sus cargas. Esa mesa cargada de culpa, de olvido y de desenfreno, de venganza, de tentación, de pasión, de vida y de muerte; esa mesa cargada para siempre.

La puerta, sencilla, de madera desgastada y vieja, nauseabunda, con un único cerrojo que me obligaba a quedarme adentro, soportando.

Por debajo de la puerta podía ver las luces seduciendo el baile de aquellas sombras prisioneras. Las luces se encontraban con las siluetas en la más vil y erótica danza. Luces de colores que le daban alegría a los fantasmas de traje que fumaban en el salón.

El sonido de la música se escapaba por todo e lugar, llegando hasta los rincones más oscuros y pequeños. Música constante y cortante, nadie la podía detener, ya nadie nos podía detener. La música era la que dirigía el movimiento feroz de las luces, aquel sonido ensordecedor era también culpable de la desgracia de las sombras.

Habían otros sonidos, lejanos, ajenos, pero más intensos que la música misma. Unos sonidos gritaban el dolor y la histeria del corazón, los otros simplemente cumplían su labor acompañando a los primeros.

Tú eras parte del ambiente, parte de la habitación. Postrado, desesperado. Tu cuerpo abundante, flácido y grotesco abarcaba gran parte de la cama. Tu piel blanca y mojada se deslizaba sin control, satisfaciendo tus emociones.

Tu rostro arrugado y pecoso era el mismo espejo del tiempo. Penetrabas con tus ojos azules mi cuerpo, deseándome. Ojos que, aunque cansados por el tiempo y por la vida, estaban tan llenos de luz como los de un adolescente. Tu nariz larga con vellos saliendo por tus fosas nasales se consumía en el olor del cuarto como enamorándose de aquel aroma. Tu sonrisa apagada, como si el viento la hubiese borrado de por vida, mostraba que había algo que te abatía. Tus labios delgados, suaves, que aprendieron a mantener la ternura a pesar de la locura. Tus dientes amarillentos de tanto tabaco, pero perfectamente alineados que me mostrabas con un poco de picardía, picardía llamada experiencia.

Te movías con inquietud, estabas muy agitado. Podía escuchar tu respiración, tajante. De tu boca salían gemidos en lugar de palabras. Con descaro disfrutabas, tu mirada se perdía, divagaba, buscando el momento perfecto para volver a comenzar o terminar.

Pretendías que todo era normal, que todo estaba bien, y aunque para ti en aquella pequeña mesa no hubiera nada, allí estaba tu mujer, pequeña, brillante, inocente, ignorante. Fui cómplice, fui partícipe, pero fue tu decisión.